<<EXPLOTACIÓN DE LOS ASALARIADOS Y GANANCIA CAPITALISTA EN ESPAÑA (1954-2001)>>

Diego Guerrero (Diciembre de 2004)

1. Política, economía, valor y explotación del trabajo

En general, las relaciones entre lo económico y lo político se observan con un alto grado de idealismo, tanto por los politólogos como que por los economistas. Se tiende a pensar que la independencia, o autonomía, de lo político es mucho mayor de lo que es, o se cree que la capacidad de intervención del Estado en la evolución de los asuntos económicos es mucho más fuerte y poderosa de lo que nos muestra la realidad.

Pero no es así. Cuando se analiza la historia global de un país cualquiera, en especial en nuestra época capitalista, se pueden encontrar ciertas claves objetivas que ponen en entredicho esa manera de entender las relaciones entre el mundo de la economía y el de la política. En realidad, si uno observa la evolución de los regímenes políticos que se suceden a lo largo de la historia de una sociedad capitalista concreta, se dará cuenta de la enorme diversidad de caracteres que muestra la estructura social y política de cualquier país, incluso de las formas diversas que adopta el lado más exterior de su estructura económica (regímenes fiscales o monetarios, tipo de política económica, mayor o menor presencia del Estado en la economía, etc.). Pero si se profundiza en el análisis de la evolución global de esa sociedad, enseguida aparecen grandes tendencias generales, que parecen responder a la existencia de ciertas “leyes” sociales, y se perciben pautas regulares de funcionamiento del sistema, que operan normalmente de forma subyacente, sin manifestarse de forma completamente evidente en la epidermis social.

En el caso español, como no podía ser de otra manera, también sucede así. Si miramos desprejuiciadamente la evolución de nuestra sociedad en el último medio siglo, encontraremos una fuerza principal y básica, una fuerza interior al sistema económico, que sirve de eje central a la dinámica de la sociedad entera. Esta “centralidad” económica opera como un centro de gravedad que atrae hacia su esfera de influencia al conjunto de otras fuerzas y a las más diversas formas y manifestaciones sociopolíticas.

No intentaremos justificar teóricamente esta “explicación económica” de lo político, pero intentaremos dar pruebas empíricas, o históricas, a favor de esa idea. Piénsese en la enorme diferencia de regímenes políticos que se han sucedido en el último medio siglo en nuestro país. Desde el primer franquismo pretecnocrático, pasando por el franquismo tecnocrático que sucedió al Plan de Estabilización de 1959 y el tardofranquismo, hasta los gobiernos “monárquico-democráticos” de la UCD, del PSOE, del PP y otra vez del PSOE. Sin embargo, por debajo de todos esos regímenes políticos y formas de Estado y de gobierno operaba la fuerza atractora del mecanismo económico capitalista. Este mecanismo es básicamente único, y está dotado de unos rasgos esenciales y una capacidad para producir efectos que estudiaremos a continuación. Pero es un mecanismo con tal fuerza impulsora que es capaz de moldear, condicionar e incluso determinar, los aspectos no económicos de nuestra evolución social.

Un apoyo similar lo encontramos en lo siguiente. Por mucho que en los años 1930 y 1940 (o incluso después) existiera un enfrentamiento político y militar entre regímenes fascistas y democráticos, o incluso entre las economías de “libre mercado” occidentales y las economías de “mercados intervenidos” del Este de Europa (equivocadamente llamadas “socialistas” o “comunistas”), nada de eso impidió que en todas partes se expresara el mismo mecanismo capitalista esencial. Se trata de un mecanismo siempre movido por la persecución de la máxima ganancia, resorte que hace funcionar a la vez la maquinaria del mercado y la del Estado, tan inter-y-com-penetrada con la primera. En realidad, este mecanismo convierte a todos los agentes económicos del sistema en mercaderes (a la mayoría, los asalariados, en mercaderes de sí mismos) y condena a la mayoría de ellos a un sometimiento cruel y a una esclavitud encubierta respecto de ese objetivo de maximización del beneficio que tan antinatural resulta para la naturaleza intrínseca de los humanos.

En definitiva, apoyándonos en datos estadísticos reales, veremos que, con independencia del régimen político de nuestro país en cada momento, el mecanismo básico capitalista ha conseguido que en todos ellos la explotación de los asalariados fuera no sólo un hecho sino una realidad cada vez más intensa y extensa. Y, al mismo tiempo, ha conseguido que esa mayoría se hundiera progresivamente en sus relaciones de todo tipo con la minoría capitalista, cuya consecuencia ha sido el enorme crecimiento de la ganancia capitalista (de todos sus componentes). Nuestra clase dominante actual vivió y sigue viviendo gracias al trabajo de la masa de los dominados, los trabajadores, que en su mayor parte eran o se fueron convertido en trabajadores asalariados, y han tenido que trabajar no sólo para ellos mismos sino también para los propietarios. Son los asalariados las auténticas víctimas del régimen capitalista que subyació y subyace a los regímenes de Franco y de Juan Carlos (y también, por ejemplo, al régimen de la II República: no se malentienda nuestra tesis).

Este artículo va dirigido a mostrar con datos que la explotación en España es un hecho. Que es un hecho cada vez más evidente y de mayor magnitud. Que el beneficiario de esa situación es la burguesía capitalista. Pero que esas ganancias de los capitalistas no deben entenderse como el resultado de una perversidad personal de sus representantes, ni como la consecuencia de un Estado dominado por abogados y empleados de esa capa social capitalista, ni como el efecto de unas políticas económicas y sociales manipuladas o mal orientadas. Se trata del resultado inevitables de las leyes del sistema. Pero estas leyes no son unas retóricas “leyes del sistema” confeccionadas para ser utilizadas sólo en el debate político anticapitalista. Son auténticas leyes sociales cuya existencia se puede comprobar por los mismos procedimientos científicos que permiten esclarecer, por ejemplo, las leyes que rigen los sistemas de la naturaleza.

Pero antes de pasar al análisis de nuestros datos estadísticos, digamos que existe un enfoque económico teórico que permite una mejor observación y comprensión de estas leyes y fenómenos que caracterizan al capitalismo. Y puesto que en el capitalismo todo se ha convertido en mercancía, hace falta comprender las leyes de las mercancías y, sobre todo, de lo que mejor caracteriza a las mercancías: su precio (que incluye el precio de la específica mercancía “fuerza de trabajo”: el salario). El análisis de la estructura y evolución de los precios mercantiles es el contenido esencial de la Teoría económica del valor, que antes se llamaba así pero ahora se conoce más a menudo como Microeconomía.

Podemos resumir en tres los enfoques o teorías del valor existentes. En primer lugar, está la teoría “laboral” del valor (TLV, tradicionalmente llamada teoría del valor-trabajo). En el otro extremo, la teoría que se basa en la supuesta “utilidad marginal” del consumidor, o teoría “utilitarista” del valor (TUV). Y en tercer lugar, y ocupando una posición intermedia entre los dos polos citados, lo que podemos denominar teoría “excedentista” del valor (TEV).

La teoría laboral del valor afirma que las mercancías derivan su precio, mayor o menor, de la mayor o menor cantidad de trabajo que requiere la sociedad capitalista para reproducirlas, en las condiciones técnicas de las empresas existentes y en las condiciones sociales prevalecientes. Esta teoría se aplica asimismo al salario: éste deriva su magnitud de la cantidad de trabajo social requerida para la reproducción de la fuerza de trabajo. Se trata por tanto de una teoría “objetiva”, en el sentido de que la realidad de la que procede son los procesos laborales realmente existente en las empresas capitalistas, que se pueden medir objetiva y científicamente.

Por el contrario, con la teoría utilitarista no sucede así. Nadie ha dicho nunca cómo se puede medir la utilidad “marginal” del consumidor. Además, caso de que se pudiera medir, no serviría de nada porque sería una medida puramente subjetiva, pero no además intersubjetiva u objetiva, como necesitan ser las que constituyen el objeto de la actividad científica. Debe quedar claro que si esta teoría se ha podido mantener históricamente es por razones ideológicas y también porque aprovecha el hecho de que la utilidad en cuanto tal es un fenómeno evidentemente real y objetivo. Por eso mismo, la utilidad de las mercancías es un presupuesto de la teoría laboral del valor: si una mercancía fuera inútil, nadie trabajaría para producirla y dejaría de ser una mercancía. Pero una cosa es la utilidad y otra muy distinta la utilidad “marginal”, que, como todo el mundo sabe, es la “derivada” (matemática) de la utilidad total. Y claro, hablar de la derivada de la utilidad tiene el mismo sentido que hablar de la derivada del aburrimiento o de la derivada del amor. Ninguno. Porque se trata de cosas reales, cosas importantes, pero que no se pueden cuantificar.

Finalmente, la teoría excedentista aparece como un híbrido de la TLV, que podemos llamar materialista, y la TUV, que es sin duda idealista. Sin embargo, los defensores de esta TEV son aparentemente más materialistas que los partidarios de la TLV, en el sentido de que a los primeros les parece que el trabajo no es una realidad suficientemente material, y por eso critican a la TLV. Como creen que el trabajo es una cosa “ideal” o metafísica, debido a que los defensores de la TLV suelen insistir en que se trata del trabajo “abstracto”, o “social” u “homogéneo”, piensan que hace falta una realidad más tangiblemente material, como el excedente “en términos físicos”. Pero ningún excedente se puede medir si no es en términos de trabajo (cantidades de tiempo). No existe otra forma de medir un excedente con una medida común. Piénsese en el peso o en el volumen: ¿cuál sería un excedente concebido así en la producción de oro?; ¿cuál, en la proyección de una película?; etc. Incluso si ese excedente existiera en todas las ramas productivas, no habría manera de reducirlo a una única magnitud y no se podrían comparar. De forma que si se parte de la TEV no hay manera de conocer, por ejemplo, cuánto ha crecido una economía o cuál de dos economías es mayor que la otra.

Por esta razón, en este artículo se partirá de la teoría del valor que nos parece más válida: la TLV. De hecho, creemos que es la única que se sostiene sobre bases sólidas. Si la TUV es defendida por la mayoría de los economistas actuales es porque prefieren negar la realidad de la explotación (consecuencia lógica de la TLV), que a unos les parece incompatible con los pregones que dan a favor de la economía de mercado, y a otros les parece una complicación que es mejor dejar de lado. Si algunos otros defienden la TEV es porque creen también que la TUV no tiene base, pero en parte consideran que la TEV, que es asimismo compatible con la realidad de la explotación, puede alcanzar una respetabilidad académica que parece inalcanzable para la TLV.

Sin embargo, cuando no se necesita defender el mercado –ese fallo, esa desgracia– y no se necesita tampoco respetabilidad académica –esa debilidad del espíritu–, nada impide aplicar la teoría que algunos consideramos la mejor para explorar los misterios de la realidad capitalista. En consecuencia, usaremos la TLV.


2. La explotación, como realidad lógica y empíricamente demostrable

La realidad de la explotación y la existencia de los valores-trabajos son hechos cuya existencia se puede demostrar. Sólo necesitamos partir de que en el mercado los intercambios mercantiles son intercambios de equivalentes, y mirar de cerca qué es lo que ocurre en la realidad de las empresas capitalistas y qué sucede en su interior: la producción.

En el proceso de producción de cualquier empresa sólo interviene una combinación de trabajo y medios de producción. El trabajo es la actividad real de todos los miembros de la empresa, desde el último peón al primer ejecutivo y gestor. Los medios de producción son los objetos de trabajo que se transforman (las materias primas) y los medios de trabajo que emplean los trabajadores –o a los trabajadores (según se mire)– para transformar aquéllos (máquinas, energía, etc.). No hay más. Los servicios que compran las empresas en el mercado (es decir, a otras empresas) son también auténticos “medios de producción”: desde los de márketing a los jurídicos, pasando por los seguros, por ejemplo. Y su valor, como el de las materias primas, ya viene dado en el momento de su compra.

Por tanto, cuando el capitalista compra la fuerza de trabajo (que lleva a cabo el trabajo) y los medios de producción (que ayudan a una mejor ejecución del proceso laboral), ha comprado todo lo que hay que comprar, y ha pagado un determinado valor total por esas compras. Pero tras la trasformación del objeto de trabajo en un producto final que se vende de nuevo en otro mercado, pero a un valor mayor que el pagado por el capitalista, la única posibilidad compatible con la lógica (universal) es que en el proceso de producción se ha tenido que crear más valor del que entró en él. Esto se comprende mejor con el esquema que utilizaba Marx para representar el modo de producción capitalista:

D – M (= MP + FT) ... P … M’ – D’.

Si D = M, y M’ = D’ (porque en todo intercambio se cambian cosas de igual valor, y por tanto en el mercado no se crea nuevo valor), sólo es posible que M’ > M (= MP+FT) si se produce un incremento de valor en “... P ...”. Pero en P sólo hay trabajo y medios de producción. Los MP se han comprado por su valor y su valor se trasmite al producto en la misma cuantía. El trabajo lo realiza la fuerza de trabajo (FT), que ha comprado el capitalista también a su valor. Pero si el trabajo de cada trabajador es 8 horas y el trabajo necesario para reproducir al trabajador y su familia son sólo 4 horas, o cualquier otra cantidad de horas inferior a 8, eso quiere decir que el capitalista se embolsa la diferencia. Esto es, por supuesto, la explotación: los asalariados trabajan una parte de su jornada para ellos mismos, y la otra parte para sus capitalistas, que ganan su renta con el mismo título con que antaño la ganaban los terratenientes absentistas: su propiedad. Pero no son los capitalistas los que intervienen en la producción, sino sus trabajadores asalariados (tanto los de gestión como los de la producción).

Como el capital que gasta el capitalista en fuerza de trabajo es por tanto “variable” –y no “constante”, como es el que gasta en medios de producción–, de lo anterior, que es un hecho, no sólo obtenemos la conclusión de que los asalariados son explotados (que su “plustrabajo” es la fuente del “plusvalor” o ganancia del capitalista). También se desprende de ello que la fuente del valor tiene que ser el trabajo, y sólo el trabajo. Porque si el capitalista (mediante el trabajo de sus asalariados del Departamento de recursos humanos de la empresa) compra con una parte de su capital (capital variable, v) el medio de obtener un capital mayor (y = v + pv), y con todo su capital se gasta la suma de su capital variable (v) y constante (c), pero obtiene un total de (c + v + pv), esto sólo puede ser porque el trabajo permite crear el valor que cubre lo que el capitalista le paga (v) más lo que el capitalista gana (pv), y al mismo tiempo hace posible que se transfiera el valor de los medios de producción (c) al producto.

Esto, por lo que se refiere a la demostración lógica. En cuanto a la evidencia empírica disponible sobre la explotación de los trabajadores bajo el régimen del capital, comencemos por una reflexión sobre los conceptos de subsistencia y ahorro de los asalariados, antes de pasar al análisis de los datos españoles.

“Ahorrar” es obtener los recursos financieros que permiten invertir, es decir, comprar nuevos medios de producción. En sentido estricto, los asalariados no ahorran ni pueden ahorrar. Si ahorraran, comprarían medios de producción y se convertirían en miembros de una clase social diferente: se convertirían en empresarios autónomos o incluso en capitalistas. A la idea anterior se oponen, sin embargo, dos objeciones tradicionales, a las que debemos hacer frente antes de continuar.

Por una parte, no estamos afirmando que ningún asalariado ahorra. Por supuesto que esto es falso. Hemos dicho que algunos sí lo hacen y se convierten en autónomos o en capitalistas. Pero también hay otra realidad: muchos autónomos y capitalistas (pequeños) desahorran, es decir, pierden la capacidad de seguir financiando la adquisición de nuevos medios de producción y/o sienten la necesidad de abandonar los antiguos, normalmente como medio de evitar pérdidas aun mayores. Por consiguiente, si por una parte hay un flujo de trabajadores que se “aburguesan” (en el sentido objetivo, socioeconómico, no en el puramente ideológico), y por otra hay otro flujo de capitalistas y autónomos que se “proletarizan”, lo que realmente importa es el flujo neto, que será la diferencia absoluta de esos dos flujos que se mueven en direcciones opuestas.

Ahora bien, los datos demuestran con claridad que a lo largo del desarrollo capitalista el flujo de quienes se proletarizan es mayor que el de quienes se aburguesan, y por eso es manifiesto el proceso de proletarización (asalarización) de la población activa.

Tabla 1. Grado de proletarización de la fuerza de trabajo,
en países y años seleccionados (en % de la población activa)
PAÍS 1930-40 1974 1997
Estados Unidos 78.2 (1939) 91.5 91.5
Japón 41.0 (1936) 72.6 80.8
Alemania 69.7 (1939) 84.5 (RFA) 90.7
Reino Unido 88.1 (1931) 92.3 87.3
Francia 57.2 (1936) 81.3 87.6
Italia 51.6 (1936) 72.6 74.7
Canadá 66.7 (1941) 89.2 --
Bélgica 65.2 (1930) 84.5 83.6
Suecia 70.1 (1940) 91.0 94.7
España 52.0 (1954) 68.4 78.5
Europa-15 -- -- 84.3
Media simple (sin Canadá) (8 países) 65.1 83.2 86.4
[Elaboración propia, a partir de Mandel (1976/1981), p. 133, y Brunet (1999), p.640]

La prueba empírica a favor de la proletarización es tan abrumadora que los hechos estadísticos han acabado finalmente con el antiguo debate sobre si la tendencia a la proletarización que apuntó Marx en El capital es o no perceptible en la realidad. Por mucho que los burgueses y algunos socialistas (por ejemplo, Bernstein, 1899) se hayan negado siempre a reconocerlo, sólo hay que mirar a los datos para comprobar que la proletarización es un hecho: el número de asalariados y de parados, como fracción (porcentaje) del total de la población activa de cada país, tiende a aumentar no sólo en términos absolutos sino también relativos. Y esto sucede especialmente en el periodo que analizamos de la economía española (Figura 1), pero ocurre asimismo en todos los demás países de la OCDE (y durante un periodo más largo: véase la Tabla 1 para los principales países de la OCDE).

Y en el caso español, la rapidez del proceso de proletarización es aun mayor: tal y como se aprecia en la Figura 1, la fracción que representan los asalariados y los parados en el total de la población activa apenas superaba el 50% hace medio siglo, pero ahora es mayor del 80%.


Figura 1

Por otra parte, si alguien objeta que los asalariados ahorran porque en su mayoría son capaces, por ejemplo, de comprar su propia vivienda (al menos en España, donde esta tendencia es más fuerte que en cualquier otro país de la UE), y muchos hasta una segunda vivienda, hay que observar que en ningún caso se trata de una compra de medios de producción. Por tanto, estas compras no permiten “cambiar de clase” a quienes no pueden emplear asalariados a su servicio, y convertirse, por esa vía, en capitalistas. Además, este “ahorro” sólo es una palabra adecuada para el uso corriente del lenguaje de la calle. Pero, al igual que ocurre por ejemplo con la “inversión” –la gente dice que va a “invertir en Bolsa”, y los economistas sabemos que eso no es inversión en el sentido técnico, macroeconómico–, ocurre otro tanto con el ahorro. Además, incluso el “ahorro” así concebido es sólo ahorro para una parte de los asalariados, que se ve compensado por el “desahorro” de la otra parte, y se anula a escala agregada. Por último, si hace falta dar un argumento adicional, recuérdese la igualdad macroeconómica entre ahorro (total) e inversión (total), que se enseña hasta en la Macroeconomía de nivel introductorio.

Pero demostrar que los asalariados no ahorran, o que su número crece con el tiempo, tanto en términos absolutos como relativos, no equivale a mostrar empíricamente que están explotados. Para hacer esta demostración fáctica a escala de una sociedad completa como la española, hay que medir la “tasa de explotación”, o tasa de plusvalor, que no es sino la relación entre el trabajo no pagado y el trabajo pagado en la jornada laboral “social” (es decir, del conjunto de los asalariados). Pongamos un ejemplo: si 10 millones de asalariados trabajan una media de 2.000 horas al año cada uno, el trabajo social anual será de 20.000 millones de horas. Medir la tasa de explotación es medir cuánto de ese total (de 20.000 millones) corresponde a trabajo pagado (v) y cuánto a trabajo impagado (pv): si fueran, respectivamente, 10.000 y 10.000, el cociente de pv/v, que es la tasa de plusvalor (explotación), sería igual al 100% (si v = 8.000 y pv = 12.000, entonces p’ = pv/v = 12.000/8.000 = 150%; etcétera).

Pues bien, calculemos la tasa de explotación en España entre 1954 y 2001 ; 1) en primer lugar, para observar su evolución global a lo largo de ese periodo de casi medio siglo; 2) pero, en segundo lugar, para dejar constancia de que la sucesión histórica de regímenes políticos muy distintos no ha modificado para nada la realidad constante de la explotación, sino que se ha limitado a dar formas distintas a un mismo contenido. Es decir, ha servido de cobertura política y social a la realidad incambiada, pero al mismo tiempo creciente, de la explotación. El primer punto se resume en la Figura 2, y para el segundo comentaremos los datos de la Tabla 2.

Figura 2

Se observa tanto en el gráfico como en la tabla que, en conjunto, la tasa de explotación ha crecido. En realidad, pasó del 72.7% en 1954 al 90.8% en 2001, lo que significa un crecimiento relativo global de casi un 25%. Sin embargo, la evolución no ha sido uniforme en los diferentes subperiodos. Si analizamos la “relación” entre tasa de plusvalor y “régimen” político –lo cual no es muy relevante para el análisis económico en sí mismo, si no es para dejar constancia de que la acumulación de capital y sus efectos son fundamentalmente ajenos, y analíticamente previos, a lo que acontece en la superestructura política del régimen único capitalista–, las conclusiones que se obtienen podrían parecer sorprendentes.

En primer lugar, la explotación disminuye en la época franquista y crece en la época democrática. De hecho, crece mucho más deprisa en el segundo periodo de lo que descendió en el primero. En segundo lugar, dentro de cada una de las dos épocas se pueden distinguir evoluciones diferentes para los diferentes subperiodos políticos. En el primer franquismo la explotación no crece apenas o, si lo hace, lo hace a un ritmo muy inferior que en el segundo franquismo, supuestamente menos “represor”. Y, por otra parte, de los tres partidos políticos que se han sucedido en “el poder” (UCD, PSOE y PP), el que ha hecho elevar más deprisa la explotación (véase la Tabla 2) ha sido el PSOE (crecimiento de la tasa de plusvalor en casi un 50% durante los años de su gobierno), seguido por la UCD (un 10%) y finalmente el PP (sólo un 6%).


Tabla 2: Tasa de plusvalor (1954-2001)
Tasas porcentuales medias de variación anual
en los diferentes subperiodos seleccionados

1954-1960 -2.2% 1954-1975 -27.4%
1960-1975 -25.7% 1975-2001 71.9%
1975-1982 10.4%
1982-1996 46.4%
1996-2001 6.3% 1954-2001 24.8%

Se comprende fácilmente lo descabellada que resulta, hasta cierto punto, esta forma de expresarse. Porque la explotación no tiene que ver realmente con el sesgo particular de la política económica que desarrolla cada gobierno (capitalista) ni con ningún otro rasgo ligado a las formas de Estado y gobierno (capitalistas) de las que se dota un país. La explotación es un resultado normal e inevitable de la acumulación de capital, es decir, del hecho de que la economía del país adopte, bajo un revestimiento político dispar, el mismo régimen económico dominado por el capital y el beneficio.


3. Las diferentes medidas de la ganancia capitalista en España (1954-2001)

Hemos dicho que el plustrabajo (la cantidad de trabajo que desarrollan los asalariados más allá de la que se requeriría para reproducir su consumo habitual) es el contenido del plusvalor, que constituye a su vez la fuente del beneficio (o ganancia). Podemos medir esta ganancia en términos brutos, es decir, antes de proceder al análisis (que no se llevará a cabo en este artículo) de la descomposición de esa ganancia bruta en los diferentes componentes en que puede subdividirse (por ejemplo, ganancia industrial, margen comercial, intereses bancarios, renta del suelo, impuestos estatales, transferencias al exterior, etc.). Al mismo tiempo, esa ganancia la podemos analizar como una masa absoluta de dinero (B) o bien como una tasa de ganancia (g), es decir, como el porcentaje que representa B sobre el capital total (K) adelantado por la clase propietaria. En la Figura 3 representamos la evolución de las tres últimas variables citadas, pero antes digamos dos palabras sobre la relación entre el volumen del plusvalor total y su expresión monetaria: la ganancia total.

Un precio (monetario) no es sino la expresión en dinero de un valor (valor-trabajo). En realidad, se trata de un simple cociente entre el valor de una mercancía y el valor del dinero. Si reproducir una mercancía m cuesta 2 horas, y reproducir un euro cuesta dos minutos, el precio de m será de 60 euros. Por otra parte, hay que aclarar también que la reproducción laboral de un euro (o de una unidad de cualquier otra moneda efectivamente existente) es tan necesaria en la época del dinero crediticio como en la época anterior, en la que predominaba el dinero metálico. Y la razón para esto último es que tan trabajo es el de los empleados del sector financiero, que hacen posible la creación y reproducción de los depósitos y créditos bancarios, como el trabajo de los mineros y acuñadores que convierten la mena de mineral en una moneda .


Figura 3

En el eje izquierdo de la figura, se representa el porcentaje real de la tasa de ganancia española en el periodo considerado, que oscila entre el 20% y el 30% al principio y fluctúa en torno al 15% en la segunda mitad del periodo. En cambio, las curvas de los volúmenes de capital y beneficio sólo representan la evolución de los índices de las respectivas series (tomando como valor común el correspondiente a 1963).

Si se observan las tendencias principales de estas variables en el conjunto del periodo, está claro que el capital y los beneficios suben, mientras que la tasa de ganancia desciende. Sin embargo, es fácil comprobar la existencia de tres subperiodos distintos en la evolución de la rentabilidad. Entre 1954 y mediados de los 60, g fluctúa en torno a un eje ascendente; entre mediados de los 60 y finales de los 70 fluctúa en torno a una tendencia claramente descendente; y a partir de los 80, o quizás un poco antes, la fluctuación se produce en torno a una línea de tendencia plana.

Este triple movimiento se explica fácilmente por la evolución comparativa de los dos componentes de la tasa de ganancia: la masa de ganancia y el capital (g = B/K): hasta mediados de los 60 el beneficio crece más deprisa que el capital; a continuación, la tasa de crecimiento del capital se acelera mientras la ganancia bruta se estanca a lo largo de la década de los 70; por último, vuelve a crecer la masa de ganancia y lo hace al mismo ritmo medio que el volumen del capital.

También es posible descomponer la tasa de ganancia de otra manera. Puesto que el beneficio o ganancia es lo mismo que el plusvalor, podemos dividir el numerador y el denominador de la tasa de ganancia (g = pv/K) por el capital variable (v), de forma que:

g = p’ / q

(donde p’ es la tasa de plusvalor, y q = K/v es la composición en valor del capital). En la Figura 4 se representa de nuevo la tasa de ganancia, pero se acompaña ahora de la evolución de p’ y q (expresados como índices cuyo valor se iguala en 1977) . En este caso, podemos prestar atención a dos grandes subperiodos de aproximadamente la misma longitud (un cuarto de siglo cada uno). En la primera mitad, q se mantiene más o menos constante (en realidad, primero baja y luego sube suavemente) mientras que la tasa de explotación desciende. En la segunda mitad, la rentabilidad fluctúa en torno a un valor constante a largo plazo, porque tanto la composición en valor como la tasa de explotación crecen más o menos a la misma tasa media (aunque no ocurre así a corto plazo, y de ahí las fluctuaciones de g).


Figura 4

Las dos formas de descomponer g que hemos visto son las que emplea Marx en El capital, y a éstas se han unido más recientemente otras formas equivalentes de analizar la rentabilidad (véanse, por ejemplo, los diversos trabajos de Gillman, Shaikh y Tonak, Duménil y Lévy, Moseley, Gouverneur, Delaunay, Laibman, Wolff, Tsaliki y Tsoulfidis, Reati, Weisskopf, Weber y Rigby, Chung o Mortensen, todos citados en la Bibliografía).

Sin embargo, se ha prestado mucha menos atención a la evolución y descomposición de B: la masa absoluta de ganancia. En la Figura 5 se observa la evolución de la masa de beneficio en volumen, entre 1955 y 2001. Llama la atención en esta figura el estancamiento de los beneficios globales durante casi una década, desde mediados de los 70. Pero para analizar con mayor detalle esta evolución hemos construido también la Figura 6, donde no se representa B sino ?B. En esta figura se observan a la perfección las tres grandes simas en las que se hunde la masa total de ganancia que fue capaz de generar la economía española a lo largo del periodo estudiado. La más profunda es la de mediados de los 70, pero la caída mayor, y casi tan profunda como la anterior, fue la de finales de los 80 y comienzos de los 90. La mayor diferencia que existe entre ambas se refiere, sin embargo, a la rapidez de la recuperación subsiguiente. Mientras que el hundimiento de los 70 duró una década, en los primeros 90 la masa de ganancia se recupera mucho más rápidamente.

Figura 5

Figura 6

Por otra parte, y dejando de lado las caídas puntuales de 1967 y 1987, el tercer gran episodio de estancamiento de las ganancias se produce en 1959, lo que generó los consabidos problemas de nuestra economía que dieron origen al Plan de Estabilización y Liberalización de ese año. Esta coyuntura, que constituye la línea divisoria entre los dos subperiodos franquistas ya comentados, es también un importante episodio de crisis que no debe minimizarse.
A continuación, y una vez analizadas B y ?B, añadiremos dos maneras más de analizar g, haciendo uso en ambas de las relaciones que existen entre g y B. En la Figura 7, la masa de ganancia aparece sólo indirectamente, a través de su inclusión como uno de los componentes de la tasa de acumulación de beneficios (la parte de la ganancia que se acumula o invierte):

a = I/B (1);

mientras que a la otra tasa de acumulación (la del capital) la llamaremos t y la definiremos como la tasa de variación porcentual unitaria (por unidad de capital):

t = I/K = ?K / K (2).

Es evidente, a partir de las expresiones (1) y (2), que dividiendo la segunda por la primera se obtiene también la tasa de ganancia, ya que:

g = t/a = (I/K) / (I/B) = B/K.

Figura 7

Puede verse que, haciendo todas las variables igual a la unidad en 1954, el índice de la tasa de ganancia está por encima (debajo) de ese nivel cada vez que el índice de la tasa de acumulación del capital está por encima (debajo) del de la tasa de acumulación de la ganancia: t > a (t < a). Igualmente, la tasa de ganancia desciende entre dos años cualesquiera siempre que la pendiente de la línea que une el valor de t entre esos dos años sea inferior al de la pendiente de a entre esos dos mismos años.


Figura 8

Lo anterior puede verse también usando las tasas de variación porcentuales unitarias de las tres variables anteriores (g, a, t), lo que se hace en la Figura 8 (que compara g^ con a^ y t^). En ella se ve que cuando la tasa de variación de t supera la de a, la rentabilidad sube, y que lo contrario ocurre cuando t^ < a^.

La interpretación de las Figuras 7 y 8 puede hacerse conjuntamente. El cociente t indica el ritmo de progreso de la acumulación (crecimiento del capital), y a da cuenta del esfuerzo inversor que se lleva a cabo en el sistema a partir de la masa de ganancia obtenida. Si manteniéndose constante el esfuerzo inversor (a), la acumulación del capital se acelera (crece t = I/K), entonces

I^ = B^ > K^,

y la tasa de ganancia crece. Pero también se puede expresar de forma complementaria: si cualquier velocidad de crucero de la acumulación está dada (t = I/K = constante), un aumento del esfuerzo inversor significará un descenso de la rentabilidad, ya que

I^ = K^ > B^.
En la Tabla 3 se reúnen las 9 posibilidades en que se pueden combinar las variaciones de las dos tasas de acumulación, de acuerdo con si el valor de cada una de ellas aumenta, se mantiene constante o desciende. Evidentemente, g sube o baja si t sube o baja, respectivamente (salvo que a haga lo mismo, en cuyo caso el movimiento de g es indeterminado); y si t se mantiene, g se comportará de acuerdo con la variación de a.

Tabla 3: Posibilidades de variación de g = t/a
Efecto sobre g (=B/K) Variación de t (= I/K)
Sube Constante Baja
Variación de a (= I/B) Sube ?, =, ? g ? g ?
Constante g ? = g ?
Baja g ? g ? ?, =, ?

Sin embargo, en la Figura 9 se observa que en la realidad lo normal es que ambas tasas de acumulación se muevan al unísono. Cuando eso no sucede, como por ejemplo en 1967 y 1975 , años en los que t siguió subiendo mientras que a descendía, la caída de g es notable. En concreto, sólo en esos dos años g acumuló un descenso de 6.2 puntos porcentuales (3 en 1967 y 3.2 en 1975), cuando el descenso total entre 1954 y 2001 fue de sólo 4.7 puntos (del 21.2% al 16.5%).

Figura 9


4. Relaciones entre acumulación, crisis del capital y explotación de los trabajadores

Puesto que la tasa de explotación o plusvalor es p’ = pv/v, y la suma del capital variable (salarios) y el plusvalor constituye el valor añadido (o valor nuevo creado) en cada periodo de tiempo (y = v+pv), se ve inmediatamente que un aumento de la tasa de explotación acarrea el descenso del salario relativo (SR), es decir, el descenso de la participación de los asalariados en el “pastel” de la renta nacional (SR = v/y). En efecto, puesto que SR = v/(v+pv), podemos dividir el numerador y el denominador de este nuevo cociente por v y obtendremos

SR = 1/(1+p’)

Por su parte, el beneficio relativo (BR) es pv/(v+pv) y, haciendo la misma operación que con el salario, obtenemos:

BR = 1 / (1 + [1/p’])

Es claro que SR disminuye y BR crece con el aumento de la tasa de explotación. Pero calcular la parte global de los salarios y de los beneficios en la renta nacional, sin analizar al mismo tiempo si esas dos fracciones principales se reparten entre un número creciente o decreciente de beneficiarios, es insuficiente. Debemos corregir las partes relativas originales ajustando su valor con un índice de la evolución del peso relativo de cada uno de los dos colectivos en el total de la población ocupada. Por consiguiente, calcularemos un coeficiente de “depauperación” de los asalariados (da) y un coeficiente de “enriquecimiento” de los no asalariados (ena), definidos, respectivamente, como

da = SR / (P/PA)
ena = BR / (RPA/PA)

(donde P significa “proletariado”, es decir, la suma de los asalariados ocupados más los parados; PA = población activa; RPA = resto de la población activa; y “depauperación” o “enriquecimiento” hacen referencia a la parte de la renta ajustada que corresponde a cada uno de los dos grupos sociales).

Figura 10

Figura 11

Puede observarse en las Figuras 10 y 11 que en el medio siglo transcurrido la parte de los beneficios ha crecido más que la de los salarios, pero la proletarización ha sido muy grande y de ahí los respectivos empobrecimiento (asalariados) y enriquecimiento (no asalariados).

Sin embargo, si analizamos la evolución de SR y BR sin ajustar –lo que equivale al análisis de la tasa de plusvalor original–, veremos cómo el primero crece desde principios de la década de los 60 hasta mediados o finales de la de los 70 (y el segundo evoluciona de forma opuesta). Esta evolución no es la que originó la crisis de los setenta, ya que, como se vio en el epígrafe anterior, el factor explicativo principal es el ritmo de progreso de la acumulación y del volumen y composición del capital, que son los que determinan la evolución de los salarios (reales y relativos). Pero no cabe duda de que la evolución salarial también contribuyó a deteriorar la rentabilidad.

Ahora bien, si en vez de analizar la influencia de los salarios sobre la acumulación y la crisis, procedemos a la inversa, observamos un comportamiento muy dispar de los salarios reales y relativos en las fases ascendente y descendente de la acumulación. Comenzando por el salario relativo, podemos ver en la Figura 10 que el coeficiente de depauperación desciende un 20% entre 1954 y comienzo de los 80. Sin embargo desciende más rápidamente a partir de entonces (un 25% adicional hasta 2001). Lo mismo sucede con el complementario coeficiente de enriquecimiento (Figura 11): crece un 50% primero, pero casi se duplica más tarde (en un periodo menor: 1980-2001).

Figura 12

En cuanto a los salarios reales, la diferencia entre el periodo anterior y posterior a las crisis de los 70 es aun más evidente. El salario monetario deflactado por el deflactor del PIB muestra la impresionante evolución que se muestra en la Figura 12. Mientras que el salario real se triplicó entre 1954 y 1978, se estancó por completo entre 1978 y 2001 (aunque experimentó dos ciclos decenales en este último periodo).


5. Conclusión: el Gobierno, los patronos, los sindicatos y el sistema capitalista

Ya hemos visto que la realidad continua y creciente de la explotación del trabajo por el capital prescinde de quién sea y cómo esté compuesto el Gobierno de turno. Un aspecto complementario de este hecho podría analizarse prestando atención al Estado más que a los gobiernos que lo ocupan en cada momento. Podríamos hacer una mera distinción entre el Estado franquista y el supuesto “Estado del bienestar” que lo sucedió, pero aclarando previamente que el autor no cree que, por oposición al Estado democrático, quepa adjetivar al Estado franquista como Estado “del malestar”. Más bien, está convencido de que, desde un punto de vista económico y estructural, que es el que aquí se usa, ambos Estados son formas diversas del Estado capitalista y, por consiguiente, y por eso mismo, simples variantes del mismo Estado del malestar del capitalismo.

A veces se argumenta a favor de la existencia del Estado del bienestar aduciendo, entre otras cosas, la enorme –y creciente– importancia que tienen las transferencias del Estado que reciben las familias del país, en su mayor parte familias de trabajadores. Es verdad que eso también es un hecho, pero no conviene olvidar que el dinero no sólo fluye desde el Estado al sector familias (y empresas, por cierto) sino también a la inversa. Para analizar correctamente si, junto al salario primario (el pagado directamente por las empresas), existe también un salario “social” procedente del Estado, que serviría supuestamente para aumentar el nivel de vida de los trabajadores, no hay que estudiar la evolución de este salario social en términos brutos sino netos. Es decir, hay que tener en cuenta lo que los trabajadores reciben del Estado (salario social bruto) pero descontando a su vez lo que éstos pagan al Estado (impuestos directos e indirectos, cotizaciones sociales). La diferencia es el “salario social neto” (ssn), y sólo éste nos proporciona un indicador adecuado de la intervención del Estado en términos de clase.

Además, junto al ssn, podríamos hablar de un “beneficio social neto” (bsn), definido como la diferencia entre el beneficio social bruto, que los preceptores de ganancias capitalistas obtienen del Estado, y los pagos impositivos y de cotización social que realizan los capitalistas al Estado. Si al salario relativo analizado en el epígrafe anterior (SR) le sumamos el porcentaje que representa el ssn en la renta nacional, obtenemos el salario relativo ajustado (SRA). Y si hacemos lo propio con el beneficio relativo (BR), podremos calcular el beneficio relativo ajustado (BRA).

Pues bien, si ya vimos que SR y BR estaban relacionados con p’ (tasa de plusvalor original), ahora resultará fácil comprender que SRA y BRA están relacionados con una tasa de plusvalor ajustada, que podríamos llamar p’2. La diferencia entre p’ y p’2 es el mejor indicador de los efectos redistributivos globales que produce la intervención estatal en la economía y en la sociedad sobre la distribución primaria previa resultante del funcionamiento del sector privado (las empresas y los mercados capitalistas). Sólo si el nivel y/o la evolución de la tasa de plusvalor (p’2) se vieran seriamente modificados (respecto a p’), podría hablarse de un Estado del bienestar auténtico, aunque éste seguiría siendo un Estado de clase capitalista mientras no cambiaran radicalmente las relaciones de producción y propiedad básicas.

Pero en el caso español , así como en todos los demás países capitalistas en que se han llevado a cabo estudios similares siguiendo la misma metodología basada en la TLV, ni siquiera se aprecia una modificación entre p’ y p’2, ni en su nivel ni en su perfil en el tiempo. No podemos reproducir ni actualizar aquí los datos que necesitamos para un análisis de esta cuestión en un periodo tan largo como el de los epígrafes anteriores, pero digamos que en los trabajos citados en la nota 10 se calcula la diferencia entre p’ y p’2 en España para el periodo 1970-1990 y se ofrecen referencias bibliográficas sobre otros trabajos similares para otros países.

La lectura última de estos datos sólo puede ser como sigue. El Estado actual (franquista o no, pues el periodo analizado es 1970-90), al mantener p’2 al mismo nivel de p’ –la pequeña desviación que se observa en algunos años se explica por el margen de maniobra que permite el recurso al déficit público– lo que está haciendo es, por una parte, reforzar el poder del capital para explotar a los asalariados (a su vez, mayoría de la ciudadanía nacional), y por otra parte legitimar dicha explotación contribuyendo a formar un estado de opinión según el cual se cree que dicha actuación puede merecer el calificativo de bienhechora, benefactora o benemérita (adjetivación que antes se reservaba para la Guardia civil).

Eso, en cuanto al Estado y sus gobiernos. Pero ¿qué decir de los capitalistas? Se trata de una clase definida por su oposición a la de los asalariados. En cuanto clase, este colectivo de patronos no puede sustraerse a la obediencia de las mismas leyes capitalistas a las que todos los agentes económicos y formas políticas están subordinados. Por supuesto, los individuos que componen esta clase pueden ser, en lo personal, tan cultivados, cariñosos y buenas personas, así como igual de guapos y apuestos, que los miembros del Gobierno y del Estado de la nación.

Y otro tanto puede decirse de los sindicalistas . Si se analizaran los datos estudiados en este artículo a la manera convencional (idealista), mucho deberían aclarar los sindicalistas de la época democrática respecto al hecho de que el salario real haya permanecido estancado en España desde finales de la década del 70, mientras que en la época franquista (incluyendo los primeros años de la Transición) se multiplicó por tres. Pero, evidentemente, este análisis sería también erróneo, pues es la dinámica de la acumulación del capital lo que explica el comportamiento de las variables económicas de este sistema, incluido el salario.

Por consiguiente, y para concluir, no se trata del color político del Gobierno, ni siquiera del régimen político en su conjunto. No se trata del carisma personal de los políticos, los empresarios o los jefes de los sindicatos. Ni de su mayor o menor capacidad o inteligencia. Todas estas criaturas son criaturas de un sistema económico que funciona impersonalmente de acuerdo con una leyes objetivas. Y estas leyes sólo se pueden cambiar si la gente se pone manos a la obra y lleva a cabo una transformación completa de las relaciones de producción y de los mecanismos que regulan el sistema económico, social y político.

Mientras Gobiernos, políticos, empresarios y sindicalistas, mientras los ciudadanos y los trabajadores, den por hecho que el sistema actual funciona de manera natural, y mientras éste funcione efectivamente sin encontrar una oposición suficiente para cambiarlo y sustituirlo por otro, las cosas podrán cambiar pero no así las leyes del sistema.

Y la ley fundamental de la explotación, consecuencia del hecho poco natural de que la mayoría de la población se haya visto obligada a convertir sus capacidades intelectuales y operativas (es decir, su fuerza de trabajo) en mercancías, y a someter el uso de esa capacidad (el trabajo) al dominio del capital en la empresa, es y seguirá siendo cada día más fuerte. La venta de nuestra mercancía nos reportará más capacidad de pago, más poder adquisitivo de mercancías cada vez más baratas (en términos reales y en términos laborales), siempre que la acumulación no entre en crisis y el desempleo no crezca en medida suficiente para frenar esas tendencias, al exacerbar la competencia entre los trabajadores y presionar a la baja los salarios.

Pero la pobreza relativa de una mayoría creciente de la población será cada vez más intensa, las condiciones de trabajo no mejorarán (probablemente empeorarán) y, lo que es peor, las condiciones de vida de los asalariados se reproducirán de forma cada vez más miserable e indigna.

En definitiva, es posible que nuestras cadenas sean cada vez más doradas y brillantes y que la televisión diga que son cada día más livianas. Pero la realidad es que serán cadenas cada vez más pesadas. Seguirán siendo cadenas en un mundo que no es de libertad.


Apéndice 1: El mecanismo de estancamiento de la Masa de ganancia

La crisis de sobreacumulación se debe al estancamiento repentino, o incluso caída, de la Masa de ganancia. Si de la definición de la tasa de ganancia (g=B/K) despejamos B, podemos escribir (B=gK) en forma de tasas de variación:

B^ = g^ + K^ = g^ + a•g

(donde a = I/B; el sombrero, “^”, significa la tasa de variación porcentual unitaria de la variable que lo lleva; y expresamos K^ = dK/K = I/K como el producto de I/B • B/K).

La crisis se produce cuando B deja de crecer (cae o se estanca), es decir, cuando B^ = 0. Esta condición se da sólo cuando se cumplen las desigualdades de las expresiones (1), (2) y (3), todas equivalentes:

g = -g^/a (1)

-g^ = a•g = t (2)

a = -g^/g (3),

(llamando t al producto de a•g).

A continuación se verá que la representación gráfica de las tres condiciones ofrece el mismo resultado que ya conocemos. Como las crisis se producen porque B se estanca o decrece, eso exige, gráficamente (Figuras A1, A2 y A3), que la curva negra esté por debajo de la rosa en los años de crisis (que resultan ser siempre los mismos y coinciden con los años ya analizados en el texto).

Figura A1


Figura A2


Figura A3

En los tres casos, es la variable rosa (que incluye siempre g^) la que muestra una variabilidad mayor, mientras que g, t y a (siempre en la curva negra) son “prácticamente” constantes, al menos comparadas con aquélla. Esto aconseja variar la interpretación del punto de sobreacumulación y crisis del capital que el autor ha ofrecido, siguiendo a Shaikh (1987), (1989) y (1990), en otras ocasiones (al menos, desde Guerrero, 1997, capítulo 2). Esta diferencia de interpretación tiene su origen en que la deducción que hace Shaikh del momento en que B^ = 0 parte de un supuesto ilegítimo: que la tasa de ganancia es, necesariamente, tendencialmente decreciente. Por consiguiente, supone que el valor normal de g^ es siempre negativo, y obtiene un cociente (–g^/a) que siempre tiene valor positivo. Si, como se ve en la Figura A4, se añade el supuesto de que este último cociente (que se escribe aquí como a/Sc) es una constante (y esta primera aproximación no se corrige), se puede representar la interpretación de Shaikh como una tasa de ganancia fluctuante con tendencia decreciente que fluctúa en torno al valor constante (–g^/a).

La ventaja que tienen las Figuras A1 a A3 sobre la A4 no es sólo que superen la “primera aproximación” que supone la constancia de (–g^/a). Lo más grave es que la Figura A4 podría llevar a pensar que g cae porque fluctúa con más intensidad que (–g^/a), incluso si se supone que este cociente también fluctúa. Pero en realidad, nuestra interpretación invierte los términos de la explicación, y hace recaer el grueso de las fluctuaciones, no sobre g, sino sobre g^. En relación con g^, g puede verse como una “constante” relativa, lo cual amplía la gama de interpretaciones posibles del movimiento secular de la tasa de ganancia. Por ejemplo, la masa absoluta de ganancia tiene que estancarse y caer con tanta necesidad que en la otra interpretación; pero esto ocurre tanto si la tendencia a largo plazo de g es decreciente (posición de Shaikh) como si g no muestra una tendencia clara a largo plazo por debajo de sus grandes fluctuaciones (ésta es la interpretación de Duménil y Lévy, y Valdés).
Figura A4

Todo lo anterior remite al debate de si la LBTTG de Marx debe entenderse como una ley que rige en el corto plazo (crisis cíclicas “decenales”) o también en el largo plazo (en forma de “ondas largas” ). Para un mayor detalle sobre este debate, puede verse Kühne (1972-73), pero también se acompaña a este artículo un segundo Apéndice que resumen el contenido de los tres capítulos de El capital que analizan la LBTTG y la crisis de acumulación del capital.

Apéndice 2. Recordatorio de la Ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia (LBTTG), de Marx, y su relación con las crisis de acumulación del capital.

Al desarrollar lo que él llamó la “Ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia”, explica Marx en el libro III de El capital que esta ley se expresa de tres maneras complementarias, de las cuales la caída de g es sólo una de ellas. Las otras dos son el aumento de la masa de ganancia, B, y el desarrollo de las “contradicciones internas” que la evolución de B y de g producen en el proceso de la acumulación del capital. Todas estas formas de expresarse la ley son en realidad consecuencias de la misma causa: el aumento de la productividad social del trabajo (y consiguiente disminución tendencial del valor de las mercancías), lo cual refuerza la unidad interna, o identidad, de estas tres manifestaciones de la TLV.

El análisis citado, que se lleva a cabo en la Sección Tercera del Libro III, se desarrolla en tres capítulos. En el capítulo 13, aborda Marx “la ley en cuanto tal”, para lo que utiliza, como punto de partida, un ejemplo numérico que muestra que a una misma tasa de plusvalor (por ejemplo, de 100%) le corresponde una tasa de ganancia cada vez menor a medida que se hace aumentar la composición orgánica del capital. En el ejemplo, con un v = 100, la tasa de ganancia que corresponde a un capital constante de 100, 200, 300 y 400 sería, respectivamente, de 50%, 33.3%, 25% y 20%. En realidad, las composiciones en valor del ejemplo se toman como índices de la composición orgánica, y por tanto la evolución significa que el “mismo número de obreros” pone en movimiento “una masa constantemente creciente de medios de trabajo”, que es lo que de hecho ocurre en la realidad, y no sólo en el ejemplo (es decir, la serie “hipotética” refleja la “tendencia real”).

El crecimiento de la composición orgánica del capital sólo es una “expresión” del aumento de la productividad social del trabajo. Y, por tanto, aunque la tasa de plusvalor aumente –y tiene que aumentar hasta tal punto que en el capítulo 14 se recuerda que la simultaneidad de ambas tendencias hace “absurdo” explicar la baja de g a partir de un “aumento en la tasa del salario”–, lo anterior se manifiesta, a su vez, como un descenso de la tasa de ganancia (ya que el numerador crece más lentamente que el denominador en la expresión g = p’/q, donde q significa composición en valor del capital). Sin embargo, para Marx dicho descenso no es “absoluto” sino más bien una “tendencia hacia una baja progresiva”, y debe concebirse antes de cualquier “escisión” de la ganancia en sus partes componentes. La dimensión diacrónica de la ley se complementa con una dimensión sincrónica: a los países más desarrollados les corresponderá una tasa de ganancia más baja que a los menos desarrollados, aunque esta ley general puede desaparecer, y “revertirse” en ciertos casos, por causas que afectan a la tasa de plusvalor de forma no orgánica. Aunque la ley parece “muy sencilla”, la Economía política no la ha descubierto hasta ahora.

Esta ley significa en primer lugar que cualquier “capital social medio” (de 100) se ha de usar cada vez más de forma que en la producción se empleen, relativamente, cada vez más medios de trabajo y menos trabajo vivo, por lo que éste sólo podrá absorber “cada vez menos plustrabajo”. Pero la ley no es “absoluta sino relativa”; es decir, no impide que las cantidades absolutas de trabajo y plustrabajo crezcan. Éstas no solo “pueden”, sino que “deben” aumentar de hecho, “al margen de fluctuaciones transitorias”, pues cualquier valor dado se traducirá ahora por más valores de uso. Por tanto, una masa creciente de medios de producción tenderá a absorber más trabajo vivo que antes (lo que por otra parte se convierte en un nuevo punto de partida para la repetición del proceso, puesto que la acumulación acelerada, sobre esta base, significa un nuevo aumento de la productividad).

Por tanto, y tal como ya se adelantó, la ley implica una doble tendencia “simultánea”: “una masa absoluta de ganancias en aumento y una tasa de ganancia en disminución”. O sea: como dice Marx, se trata de una ley “bifacética”, que produce los dos efectos por “las mismas causas”, aunque se trate de una “contradicción aparente” (sólo aparente, ya que el capital social global tiene que aumentar por la misma razón). Es decir, por la misma razón, la ley también significa, en tercer lugar, requerimientos crecientes de capital para poner en movimiento la misma cantidad de fuerza de trabajo; y, por tanto, una tendencia a que el capital crezca más deprisa que la población activa y genere una sobrepoblación obrera permanente (o población “relativamente supernumeraria”).

De hecho, para que la masa de ganancia aumente, el capital debe aumentar más deprisa y “en mayor proporción de lo que disminuya la tasa de ganancia”. Dicho de otra manera, el “efecto dual” de esta ley sólo puede representarse en un crecimiento del capital global “más veloz” que la progresión a la baja de g, lo que sólo significa que las mismas causas “estimulan la acumulación” y la formación de capital adicional en forma de una “acumulación acelerada del capital”. Por consiguiente, es “superficial” y “erróneo” ver en la disminución de g una “consecuencia” del aumento del capital. Esto sería algo similar, e igual de “tosco”, que ver en la ganancia un simple margen que se añadiría arbitrariamente por encima del valor de las mercancías.

Pero la ley también se manifiesta en una “baja” del precio de las mercancías y, a la vez, en un aumento de la parte que representa el plusvalor en ese precio (aumento de pv/(c+v+pv)); o sea, un “aumento relativo” de la ganancia que contiene éste (sin embargo, ese aumento de la parte de pv coincide con un descenso mayor de la parte de v y un descenso igual de (v+pv); por tanto, con un aumento mayor de la parte de c). Contradice por tanto la idea popular de que el margen de ganancia se rebaja voluntariamente y se compensa con un volumen vendido mayor (masa mercantil creciente), lo cual procede del concepto de J. Steuart de “ganancia sobre la enajenación”, que deriva a su vez de la concepción del capital comercial.

En el capítulo 14 se analizan las “causas contrarrestantes” de la ley. La dificultad no está, para Marx, en explicar por qué baja g, sino “por qué esa baja no es mayor o más rápida”. La razón es que, en efecto, operan influencias que interfieren y anulan sus efectos, dejándola en una “baja tendencial”, de forma que sólo se manifiestan “de forma contundente” bajo determinadas circunstancias y “en el curso de periodos prolongados”. Estas “contratendencias” son:

1) en primer lugar, la “elevación del grado de explotación del trabajo”: aunque se puede aumentar la duración o la intensidad de la jornada laboral por medio de métodos que aumentan la composición orgánica, también se puede obtener sin su mediación, como por ejemplo, mediante una mayor “velocidad de la maquinaria” o cualquier otra vía para aumentar la producción sin aumentar el capital. Por su parte, el aumento del plusvalor relativo podría también contar aquí, aunque debe tenerse en cuenta que se consigue normalmente por medio de un incremento de la composición orgánica del capital, que a su vez se opone a sus efectos.

2) En segundo lugar, cita Marx la “reducción del salario por debajo de su valor”, que se conceptúa como una causa muy importante en la realidad, pero se deja fuera del análisis teórico, como otras cosas, por no corresponder al “análisis general del capital”.

3) Lo tercero es el “abaratamiento de los elementos del capital constante”, y a este respecto se recuerda lo dicho en la sección primera sobre las razones de que la composición en valor no crezca tan rápidamente como la técnica (la “desvalorización” del capital constante).

4) En cuarto lugar, la “sobrepoblación relativa” permite que afluya constantemente gente hacia nuevos “ramos” de la producción que, o bien son refractarios a la mecanización, o en cualquier caso usan más trabajo vivo que ninguno.

5) En quinto lugar, el “comercio exterior” puede abaratar tanto los elementos de c como de v, y la inversión en el extranjero, en especial en las “colonias”, puede arrojar una mayor rentabilidad.

6) Por último, se trata del “aumento del capital accionario”, que permite dejar fuera de la nivelación a muchos ahorradores que se conforman con un “dividendo” inferior al que sería necesario para lo contrario.

Por último, en el capítulo 15 se encuentra un desarrollo de las “contradicciones internas de la ley”. Este capítulo esencial, que las más de las veces se deja incomprensiblemente de lado, comienza recordando la idea fundamental ya señalada en el capítulo 13: que la baja de la rentabilidad y la “acumulación acelerada” sólo son “diferentes expresiones del mismo proceso”. Por una parte, la acumulación acelera el descenso de g; pero, por otra, la baja de g “acelera” la concentración y centralización del capital, expropiando así a los últimos productores directos no capitalistas (es decir, elevando la “escisión” originaria a una segunda potencia, mediante la “descapitalización” de muchos) y volviendo “más lenta la formación de nuevos capitales autónomos”.

Como ya veía Ricardo con perplejidad –dice Marx–, la misma acumulación se convierte entonces en una barrera: sólo falta añadir que esta limitación demuestra que el modo de producción capitalista no puede ser absoluto sino “transitorio” o “relativo”. La creación de plusvalor no tiene más obstáculos que la población obrera y su grado de explotación –el objetivo de la producción capitalista es este plusvalor, nunca el disfrute de los medios de consumo–. Pero su realización requiere condiciones adicionales más limitadas o estrictas, ya que, no sólo tiene que ver con la “proporcionalidad” entre las ramas de la producción y con la “capacidad de consumo” de una sociedad basada en unas relaciones de distribución “antagónicas”, sino que además está limitada por el propio “impulso de acumular” y la necesidad consiguiente de “expandir constantemente el mercado”. Todo esto significa que se trata de superar la “contradicción interna” ampliando el “campo externo” de la producción. Por ello, se hace avanzar la corriente del capital, no en relación con el nivel de g, sino con la “pujanza que ya posee” ese capital, es decir, en proporción a su propio volumen ya acumulado. Esto provocaría, a la larga, el “colapso” del sistema si no operase, junto a esta fuerza centrípeta primaria, el “efecto descentralizador” de las fuerzas contrarrestantes ya comentadas.

Tenemos por tanto un conflicto entre “expansión de la producción” y “valorización”, o sea, los dos componentes del proceso directo de producción que Marx estudia en el libro I, y que suponen algo mucho más importante que un mero problema en la circulación. El desarrollo de la productividad social del trabajo produce, pues, dos efectos antagónicos: el aumento de la magnitud de las fuerzas productivas ya producidas, y la relativa exigüidad del trabajo vivo en cada capital. Ambos movimientos corren parejos como “manifestaciones de una misma ley”, pero influyen “en sentido opuesto” sobre g; el primero elevando p’, el segundo disminuyendo el número de obreros.

Ahora bien: hay que tener en cuenta que la compensación de lo segundo por medio de lo primero se enfrenta a “límites insuperables”; por tanto, puede obstaculizar la baja de g pero “no anularla” en ningún caso. Además, cada factor se enfrenta a los otros no en una “calma yuxtaposición”, sino implicando una “contradicción”; las fuerzas impulsoras antagónicas “operan a la vez unas contra otras”. Y esto se manifiesta “ora de manera yuxtapuesta en el espacio, ora de manera más sucesiva en el tiempo”, pero siempre tiene que desahogarse “periódicamente mediante crisis”, que no son sino “soluciones violentas momentáneas” de las contradicciones existentes.

La forma más general de esta contradicción es, pues, la siguiente. El modo capitalista de producción implica una tendencia al “desarrollo absoluto de las fuerzas productivas”. Pero, como apunta a la “valorización” más rápida y “acelerada” posible, el “método” empleado contradice en la práctica esa tendencia, ya que el mismo incluye la baja de g, pero también la desvalorización periódica del capital ya existente para contener esa baja. Todo lo cual “perturba” la circulación y la reproducción del capital y provoca necesariamente paralizaciones y “crisis del proceso de producción”. Por tanto, el capital tiende constantemente a “superar los límites” que le son inmanentes, pero sólo lo consigue por medios que vuelven a levantar de nuevo “esos mismos límites”, sólo que ahora en escala ampliada.

De forma, que “el verdadero límite”, el auténtico problema, es el “propio capital”. O sea: que su autovalorización sea el punto de partida y llegada de todo el proceso; que la producción sea sólo “producción para el capital”, y no a la inversa. Por tanto, nada menos que los límites (expropiación, empobrecimiento...) entran siempre en contradicción con los métodos de producción; y el medio (desarrollo de la productividad), con el objetivo limitado de este sistema (la valorización).
Por otra parte, lo anterior se refleja en el absurdo de que haya, a la vez, “exceso de capital con exceso de población”. Al aumentar el umbral mínimo de inversión, los “pequeños capitales fragmentarios”, tras arriesgarse en la “aventura” (especulación, estafas, crisis y demás manifestaciones de la “plétora del capital”), terminan en manos de los capitales centralizados.

Pero la “sobreproducción absoluta de capital” (la caída a cero de la inversión, o al menos el cese del crecimiento del volumen absoluto de plusvalor) por parte de éstos se verificará con una nueva baja “intensa y repentina” de g, motivada ahora por la subida salarial, que a su vez es una respuesta a la excesiva tasa de crecimiento del capital. La sobreproducción absoluta de capital significa que lo que acompaña ahora a la baja de g es, no ya la subida, sino la caída de pv. Se abre entonces una nueva fase, más intensa aun, en la “lucha competitiva”, y los rivales se resisten a desvalorizar al ritmo en que lo requeriría su interés común y colectivo. Esto es así porque la “cofradía práctica” de la clase capitalista funciona relativamente bien sólo cuando se puede repartir adecuadamente el “botín colectivo”. Pero cuando aparecen las pérdidas, y la pérdida es inevitable para la clase, la lucha se convierte en una lucha entre “hermanos enemigos”, y aparece el antagonismo entre “el interés de cada capitalista individual y el de la clase”, lo cual exige, como única solución posible, “aniquilar” todo el capital adicional, o al menos una parte de éste.

Esta aniquilación es en parte aniquilación de la “sustancia material” misma del capital, como consecuencia de su auténtica “paralización funcional”. Pero la destrucción “principal” atañe sobre todo a los “valores de capital”, incluidas la desvalorización de los títulos y la caída de precios del capital mercantil y productivo; de forma que se interrumpe así, “en cien puntos” distintos, la cadena global de las obligaciones de pago, con el consiguiente “colapso del sistema crediticio” en su conjunto, y con las “violentas y agudas crisis” que acompañan entonces a todo el proceso de reproducción.

Ahora bien. De esta manera se consigue que comiencen a operar “otras fuerzas impulsoras”: por ejemplo, el creciente desempleo obligará a muchos a “tolerar una rebaja” del salario; o la crisis impulsará a usar “nuevas máquinas” y nuevos métodos de trabajo; aparte de que la propia desvalorización masiva contribuirá también a elevar ahora g. Se vuelve por tanto a una situación que permitirá volver a recorrer, por completo, todo “el mismo círculo vicioso” de antes, pero en escala “ampliada” esta vez.

Al mismo tiempo, no se debe perder de vista que la sobreproducción absoluta de capital no es nunca sobreproducción absoluta de medios de producción. Es tan sólo sobreproducción de medios de producción en cuanto “funcionan como capital”, es decir, de medios que “puedan actuar como capital” y “explotar trabajo con un grado de explotación dado”. No es que se produzca demasiado. ¡Al contrario: se producen “demasiado pocos” medios de subsistencia para “satisfacer decente y humanamente al grueso de la población”! Y no se producen demasiados medios de producción. ¡Al contrario: por una parte, se produce demasiada población incapaz de trabajar, o sólo capaz de hacerlo en condiciones miserables, “dentro de un modo miserable de producción”; y, por otra, “no se producen suficientes medios de producción como para que toda la población capaz de trabajar pueda hacerlo”! Y a la vez, se produce “periódicamente” un exceso de medios de producción capaz de explotar “obreros a determinada tasa de ganancia”.

La limitación del modo capitalista de producción se manifiesta, pues, en que el desarrollo de las fuerzas productivas genera una ley que “en cierto punto” se opone con la mayor hostilidad al desarrollo ulterior de las mismas, y sólo se puede superar esa ley mediante “crisis”. Y, asimismo, en que sea la ganancia la que decide si “expandir o restringir” la producción, en vez de venir determinado ese punto a partir de la relación “entre la producción y las necesidades sociales”.

Por último, añade Marx “consideraciones complementarias” de notable interés. En primer lugar, un ejemplo que demuestra que “para el capital” la ley del incremento de la fuerza productiva “no tiene validez incondicionada”, ya que sólo si se economiza “en la parte paga del trabajo vivo” se introduce una nueva máquina superior; pero nunca si se economiza trabajo vivo “en general”, cosa que para el capitalista es en sí mismo “una estupidez”. Se tiene aquí la evidencia de un freno al desarrollo de la productividad social. Por otra parte, otra causa por la que g no baja más rápidamente es que parte de la producción se expande “sobre la base del antiguo método de producción”, igual que hay sectores (por ejemplo, la agricultura) en la que el descenso relativo del trabajo vivo se ve acompañado no por un aumento absoluto del mismo sino por una disminución absoluta. En tercer lugar, es verdad que los nuevos métodos de producción no se emplearán “voluntariamente”, por mucho que aumenten la explotación, si el método conlleva una baja neta en la rentabilidad. Pero la ganancia extraordinaria que se obtiene al innovar impulsa a ello primero al que innova en primer lugar; luego, al segundo, etc. Y sólo cuando la competencia ha “generalizado” suficientemente el método, convirtiéndolo en la nueva “ley general”, es cuando la innovación y consiguiente inversión se manifiestan de pronto como excesiva para muchos, y se inicia necesariamente la caída general de g con total independencia de la “voluntad del capitalista” o capitalistas individuales que se involucraron en el proceso.


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